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Encontrar otro mundo

Viajar a Tierradentro implica entrar a los hipogeos y mirar sin prevención los ojos de los rostros que habitan allí. Alguien podría llorar, alguien gritar, alguien emocionarse hasta perder el aliento. O, también, escuchar en silencio lo que digan los pensamientos.
 
Por: Juan Carlos Pino Correa
Fotografías: Angélica Aley
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Venir. Subir la montaña. Extasiarse con el paisaje. Luego, despacio, con miedo incluso, como una línea de fuga al vientre madre, descender unos cuantos escalones de piedra. Con eso basta para encontrar otro mundo.

 

Misterioso. Inusitado.

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La luz cambia, el aire cambia, la percepción de las cosas cambia.

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Silencio. Penumbra.

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Aquí, unos ojos nos observan desde las profundidades del tiempo con un carácter y una determinación que muchos vivos no tienen. Alguien podría llorar, alguien gritar, alguien emocionarse hasta perder el aliento. Es como si fueran espíritus que anhelan regresar de territorios ignotos para hacerse piel y huesos, para hacerse carne, para hacerse sangre. Para hacerse corazón, una vez más. Y para salir a trashumar por entre árboles y ríos, correr sin prisa en medio del campo, sentir la brisa de hielo que viene del nevado.

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Los ojos pintados en los rostros de la pared no dejan de observarnos desde las profundidades de los tiempos y acá, agobiado por tanta energía, alguien cierra los ojos para intentar percibir algo más. Entonces los pensamientos cambian. Y la imaginación se exacerba. ¿Habrán visto ellos la devastación de la avalancha? ¿Habrán escuchado el rugido del río, los gritos de horror de aquellos que no tuvieron tabla de salvación a la cual asirse en un junio lejano? ¿Habrán sentido el palpitar de una resurrección individual y de una resurrección colectiva? ¿Habrán acompañado desde este lugar enigmático el latir de la sangre de una estirpe de guerreros que no se rinde ante poderes ni adversidades? ¿Habrán sabido siempre guardar silencio ante secretos y profecías?

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Después de una eternidad los ojos se abren de nuevo. Y ahora ya no miran sólo a los otros ojos sino que recorren y contemplan cada espacio en la penumbra. Una columna descascarada. Una geometría sin aspavientos. Unos trazos de colores que pierden fuerza. Un rastro de humedad. Sí, estamos en una cámara funeraria. ¿Una línea de fuga a otro vientre madre? Una cámara funeraria de tiempos inmemoriales, una arquitectura pensada quizás para el final de alguna familia privilegiada, que siempre las ha habido.

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Una voz se escucha arriba, un rumor, una conversación imprecisa.

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La ruptura.

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Cuesta un poco dar la espalda a aquellos rostros, a aquellas miradas, como si de algún modo extraño nos hubieran anclado a este lugar. Aunque mañana estemos lejos.

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Subir los escalones.

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La luz cambia, el aire cambia, la percepción de las cosas cambia.

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Respirar profundamente y observar que de la boca de los otros hipogeos las personas emergen con un rostro que parece despojado de toda certeza. Y luego, pensativo, extasiarse otra vez con el paisaje. Y bajar la montaña.

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Irse.

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Y encontrar otro mundo.

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